La Moraleja, Cora de Yayyân
(Jaén),
viernes tres de junio del año 1239…
Hacía
ya cuatro años del histórico suceso de la caída de Úbeda. Todos los habitantes
de La Moraleja y demás poblados de la comarca incluido el propio Hins al Turab,
celebraron con júbilo la capitulación de las autoridades Almohades que en 1235
entregaron al Rey Fernando las llaves de la Ciudad en un acto lleno de
solemnidad celebrado junto al arco de la puerta del Arrabal. Allí, sin
violencia, las autoridades Almohades residentes en la ciudad amurallada de Hins
al Turab cedieron el poder al Reino de Castilla declarándose vasallos.
Había
empezado una nueva etapa en la vida de la Moraleja.
Aquella
mañana de junio, con la primavera a punto de agonizar, por el color del cielo,
se anunciaba tormenta para la tarde.
Hisn
al Turab, al que ya se empezaba a conocer como Iznatoraf, Iznatorafe o
simplemente Torafe, tenía capote y eso quería decir que a lo largo del día casi
seguro que habría tormenta.
Las aves rapaces, aquel día
estaban más revueltas de lo normal emitiendo unos graznidos espeluznantes que
alertaban a los gazapos e incluso a algún ciervo que volvía apresurado a su
refugio en el bosque cercano de la Moratilla después de haber abrevado en el
arroyo de la fuente seca que paradójicamente, bajaba desde Iznatorafe bastante
generoso.
Samuel
López Vélez de 15 años de edad vivía en la Moraleja con su madre Macrina Vélez
de Quesada y su hermana Isabel en una modesta casa situada cerca de la Fuente
de las Minas. Su padre murió antes de su nacimiento como consecuencia de las
heridas que sufrió en la atalla de Las Navas en el año 1212.
Ese día había salido muy temprano camino del
Mojón del Santo Espíritu para empezar la faena en el campo que la familia tenía
en propiedad ocupándolo casi por completo.
Menos
de quince minutos tardó en llegar Samuel con la mula al mojón y ponerse a
trabajar. Mientras segaba y preparaba los hatillos de cebada daba rienda suelta a su imaginación
cavilando sobre el origen y el porqué de las cosas, por qué y cómo podía ser
que Iznatorafe, tan cercano a la Moraleja estuviese tan alto en tan poca
distancia ¿era porque Iznatorafe había subido o porque la Moraleja había
bajado?, observaba la naturaleza y soñaba con un lugar llamado Mar, algo extraordinario e imponente del que
había oído hablar a algunos mayores de
la Moraleja que sabían de la existencia
de unos artilugios parecidos a carros enormes pero sin ruedas llamados
barcos, con los que podían moverse y
avanzar en medio de aguas inmensas que
parecían no tener fin porque mirases por donde mirases solo veías agua y
horizonte.
Era
viernes 3 de junio del año 1239, según los cálculos que hacía Samuel observando
el desplazamiento de la sombra que una rama del árbol proyectaba sobre el
suelo, habían pasado unos diez minutos de la hora de tercia (las nueve de la
mañana) o sea, casi tres horas desde que llegó y se puso a trabajar en el campo
del Mojón del Santo Espíritu.
El estómago empezó a reivindicar sus derechos
y el, presto a hacerle caso, se sentó en una piedra junto a su entrañable
compañera, la mula, y sacando del zurrón las viandas que le preparó su
hermana Isabel y el botijo de agua de uno de los serones del aparejo del animal
se dispuso a almorzar junto a la pequeña cueva conocida como “la cueva de Aixa” pero que era lo suficientemente grande
y oscura como para poder refugiarse en su interior cuando el calor apretaba en
las horas de la siesta o resguardarse de la lluvia cuando fuese necesario.
Desde allí se divisaba la Moraleja, sus casas aisladas y sus tres grandes
brazos de casas unidas que como rosarios cristianos se extendían por los
desniveles del terreno.
Sin
previo aviso una brisa creciente empezó a mover las hojas primero y las ramas
de la encina después a pesar de que no se apreciaba nube alguna, incluso las
que formaban el capote mañanero de Iznatorafe que ya se había difuminado en el
limpio horizonte que delimitaban allá al fondo las sierras de color azul
morado, llamadas las sierras de la Orospeda, del cielo de azul celeste rabioso.
La
sombra de la rama, a pasos agigantados, se iba haciendo menos nítida y más oscura,
los graznidos de las rapaces desaparecieron bruscamente dejando paso al alocado
cacareo de las gallinas de algún corral cercano que se elevaban al cielo como
un grito de terror al tiempo que, primero tímidamente, y luego sin parar,
salían de la cueva cientos de murciélagos con sus miles de estridentes
chillidos que alocados y desconcertados buscaban la noche a destiempo.
Las
gallinas, histéricas, no paraban de cacarear y un manto de oscuridad al cabo de
pocos minutos empezaba a inundar el aire fresco de la mañana.
No
habría pasado media hora después de la tercia cuando el cielo azul rabioso se
oscureció por completo ocultando los campos y el horizonte nítido para poder
exponerle a Samuel el inusitado paisaje que igual que en las noches cerradas
del verano podía contemplar viendo con sus ojos atónitos las estrellas del cielo de aquel día, pero a
las diez de la mañana.
Samuel
estaba absolutamente desconcertado, ¿sería que ya llegaba el fin del mundo del
que tanto hablaban en la Moraleja cuando por las noches se sentaban al fresco
los mayores y contaban historias y leyendas fabulosas?
La mula como enloquecida saltaba a pesar de
que tenía trabadas las patas delanteras, rebuznando y coceando en su
desesperación y desconcierto como respuesta a aquel prematuro anochecer.
Desde
la Moraleja, como ánimas en pena, subían los gritos desgarrados de aquellas
gentes temerosas que corrían a refugiarse ante la gran desgracia que se
avecinaba mientras que hasta el mojón llegaba con claridad el repicar de la
recién inaugurada campana de la iglesia de la Asunción en Torafe, llamando a la
oración con un anticipado y nervioso repiqueteo que emulaba al toque de
Ángelus.
Samuel,
sumido en aquel caos, rezaba el Páter Noster en el más puro latín que le había
enseñado su maestro el maese Don Gil y que había practicado bajo la tutela de
su madre. Se sintió solo sobre aquel montículo del Santo Espíritu y cuando su
atropellado rezo terminó le empezaron a asaltar precipitadas consideraciones en
medio del singular momento que estaba viviendo:
¿Por
qué se llamaría así al Mojón, Santo Espíritu?, ¿Por qué compró su padre aquel
trozo de tierra precisamente allí?, ¿tendría algo que ver la cueva de la Aixa
con la adquisición de ese terreno?... ¿Sería verdad todo lo que se decía sobre
la Fuente Santa y su relación con la cueva?...
Mientras
la mula gemía resignada ante la desgracia que su natural instinto le hacía
presentir, Samuel, que en los primeros instantes de desconcierto total llegó a
pensar que había llegado su fin, sintiéndose solo, desamparado, y necesitando
consuelo, pues aún era más niño que hombre,
de forma natural y casi instintiva invocó con toda su alma y todo su ser
a su padre, aquel hombre bueno, héroe de sus sueños al que nunca conoció pero
siempre lo quiso y que ahora por primera
vez en su vida lo necesitaba más que nunca.
También recordó Samuel las explicaciones de su madre, Macrina, a cerca de Jesús el
Cristo que fue condenado a muerte de cruz y que nada más expirar un viernes,
entre la hora de sexta y nona el sol se volvió negro como la boca de un lobo
cubriéndose la tierra de tinieblas sobre la ciudad de Jerusalén al mismo tiempo
que los malvados artífices de su muerte gritaban que aquel hombre realmente era
hijo de Dios
.
.
Aquello
empezaba a encajar, el pesimismo y la tristeza inundaba su corazón creyendo que
de un momento a otro todo se habría terminado.
Sin
embargo, en medio del azoramiento y confusión que sentía, recordó lo que un día
le explicó su maestro el maese Don Gil sobre el movimiento de los astros, que
eran redondos como una manzana y que la luna, si en su movimiento se colocaba
entre él sol y la tierra, no nos dejaría ver el sol. Eso es lo que parecía
estar pasando y la oscuridad podría ser la propia sombra de la luna proyectada
sobre la tierra. Ese
fenómeno por lo tanto no era nuevo, se trataría de un eclipse de sol, pero no
había duda de que era algo extraordinario y sobrecogedor que podría ser un
presagio de que algo importante iba a suceder.Ante
estos pensamientos y como si de otro eclipse dentro del que ya estaba presente
se tratase, pudo percibir como una voz interior cálida e íntima se deslizaba
hasta el oído de su propio corazón y usando un tono bajo, pero con inmensa
fuerza y determinación le decía:
. - “La muchedumbre de los hombres
corrientes no saben ver la luz que brilla en el cielo, pero tú, hijo mío, aún
dentro de esta oscuridad u otras oscuridades más profundas aún, deberás de
saber encontrar y abrazar la luz que siempre brilla en tu propio corazón.”
El
mensaje no podía ser más claro y aunque Samuel nunca había leído al gran
Maimónides y tampoco escuchó jamás la voz de su padre, sabía que ese
sentimiento en forma de voz, daba igual su procedencia, expresaba un mensaje
que su padre le mandaba como respuesta a la llamada de auxilio que le había
pedido unos minutos antes.
Toda
la consternación duró apenas media hora y cuando las gallinas dejaron de
cacarear y los murciélagos volvieron a la cueva, el orgulloso canto del gallo
anunció un prometedor amanecer en la vida de Samuel.
Aquel
viernes de junio ninguna de las personas que vivían en la Moraleja lo
olvidarían fácilmente por la sensación de impotencia en la que se vieron
sumidos y su absoluta incapacidad para reaccionar. Aquello estaba más allá de
lo previsto.
Unos
pensaron que podría ser un aviso del Dios Alláh sobre el castigo que se
avecinaba por haberse rendido ante los cristianos entregándoles sin lucha las
tierras de Hisn al Turab.
Otros pensaban que era un primer aviso que el
Dios Yahveh les enviaba reclamándoles mayor vigilancia ante una posible vuelta
del enemigo que durante tanto tiempo les había coartado su libertad religiosa.
Otros
adivinaban que aquello era una forma de lenguaje que Cristo el Salvador
utilizaba a modo de parábola visible para advertir a la humanidad sobre la
inminente llegada del fin del mundo prevista en el Apocalipsis de San Juan...
Samuel, nacido en la Moraleja, sabía que aquel día empezaba a ser hombre…